Periodista Alexis Rosas Publicado
Martes 02/07/2019
Jorge Rodríguez tenía 11 años y su
hermana Delcy 7, el 25 de julio de 1976, cuando su padre fue asesinado por la
Disip. Recuerdo ese día como si fuera hoy. Trabajaba yo en Radio Continente y
estábamos en la oficina de prensa de la PTJ, a donde iba Tarek William Saab a
que lo entrevistáramos como "defensor de los derechos humanos",
cuando supimos la noticia, por lo que con la urgencia del caso nos fuimos al
Ministerio del Interior, donde un nervioso Octavio Lepage ofreció la rueda de
prensa más larga que hubiésemos presenciado hasta ese momento.
Recuerdo haber grabado el
casete por los dos lados y, como el hombre seguía hablando y hablando sin decir
nada, tuve que borrar el primer lado para recomenzar la grabación.
Lepage estaba empeñado, mientras
fumaba un cigarro tras otro y bebía un vaso de agua tras otro, en conducirnos
por el camino culebrero que le interesaba al Gobierno, cual era el de desviar
la atención de la noticia que habíamos ido a confirmar. Yo era un imberbe
reportero, pero, como empecé muy temprano en este oficio, tenía la suficiente
experiencia como para no dejarme confundir.
Lepage habló y habló sobre la
detención de Fortunato Herrera y David Nieves por el secuestro del industrial
William Frank Niehous, ocurrido durante el carnaval de ese año, pero nada decía
de Jorge Rodríguez. La táctica era simple: ocultar el crimen con otra noticia
importante, como era la detención de los dos dirigentes de izquierda también
vinculados al secuestro.
Cuando Lepage se dio cuenta de que
los periodistas no íbamos a caer en la trampa, admitió la muerte del dirigente
de la Liga Socialista, de 34 años, en los calabozos de la Disip, aunque dijo
que este había muerto de un infarto, lo cual no era ninguna novedad porque
todos los seres humanos morimos de infarto cuando se nos paraliza el corazón,
que es el motor que nos mueve, y a consecuencia de una golpiza lo más probable
es que eso ocurra en cualquier momento. Entonces Carlos Andrés Pérez ordenó una
investigación que culminó con la detención de los culpables.
El caso reciente del asesinato bajo
torturas del capitán Acosta Arévalo es muy parecido al de Jorge Rodríguez. Por
lo que se hace incomprensible la actitud asumida por Jorge Rodríguez hijo, al
pretender justificar el crimen del oficial de la Armada en el comunicado
gubernamental donde anunciaba la investigación del caso, porque esa nota casi
no mencionaba el homicidio, sino los supuestos delitos en que habría incurrido
el militar. Era como si estuviera diciéndonos: Sí, lo matamos, ¿pero verdad que
lo merecía? Eso, ni más ni menos, es lo que ha venido haciendo desde hace mucho
tiempo el ministro: justificar lo injustificable, inventar historias absurdas
para implicar en ellas a dirigentes opositores, muchos de estos presos
injustamente. Fernando Albán es una historia de crimen aún no resuelta. Oscura,
como todo lo que se ventila en los organismos de inseguridad del Estado.
El capitán Acosta Arévalo fue
golpeado con saña criminal en la Dgcim, que es el SIFA de estos tiempos. Y fue
golpeado porque no confesó el crimen que le imputaba el régimen. ¡Carajo!, ¿les
costaba mucho a los gendarmes asesinos preguntarse siquiera si el oficial no
tenía nada que confesar, simplemente porque era inocente? Nada les costaba
pensarlo, pero no lo hicieron, porque están ahí para lograr que los inocentes
confiesen crímenes no cometidos, mediante diabólicos métodos de tortura, como
ha sido denunciado ante la Corte Penal Internacional, desvergonzadamente inerme
a pesar de tantas pruebas que les han sido consignadas.
Ahora el régimen pretende hacernos
creer que con la detención del teniente Antonio Ascanio y el sargento 2°
Estiben José Zárate, ambos de la GNB, está resuelto el caso, cuando todos
sabemos que esta es una política de Estado que no sólo debe cesar de inmediato
sino que debe ser investigada a fondo por los organismos internacionales porque
aquí no hay condiciones para que se sepa la verdad.
La fiscalía está tratando de llevar
el caso hacia el delito común, no hacia un crimen cometido mediante torturas,
que es un delito de lesa humanidad. El fiscal del caso, siguiendo instrucciones
de Tarek William Saab, imputó a los dos militares detenidos sólo por homicidio
preterintencional con causal, que es un delito menor, porque ese delito presume
que no hubo la intención de causar la muerte. De esta manera, el gobierno de
Maduro pretende escurrir el bulto bajo la premisa de que se trató de un caso
aislado de abuso de autoridad y no de una política gubernamental, donde debe
aplicarse el Protocolo de Minnesota de la ONU, puesto que el militar asesinado
estaba detenido bajo responsabilidad del Estado. En Venezuela, como es público,
notorio y comunicacional, los gendarmes del régimen detienen a los ciudadanos,
incluidos los diputados, a deshoras, amparados en las sombras de la noche, sin
orden judicial, y luego los meten en mazmorras típicas de la Edad Media. Un
ejemplo de este aserto es el caso del diputado Juan Requesens, preso desde hace
casi un año, imputado este lunes por homicidio intencional calificado con
alevosía en grado de frustración. La justicia movida a conveniencia es una
aberración. Sin duda.
Por eso, a uno se le ocurre que en el
caso de Acosta Arévalo los hermanos Rodriguez están haciendo lo mismo que en
1976 los funcionarios de la Disip le hicieron a su padre, en lugar de castigar
ejemplarmente el crimen, porque ellos, de niños, lo vivieron en carne propia.
Y a propósito, ¿dónde están los
dirigentes de izquierda, entre ellos el propio fiscal Tarek William, que antes
criticaban la tortura, que alardeaban de su lucha en defensa de los derechos
humanos? ¿Por qué callan? ¿Por qué no hacen lo correcto antes de que el peso
implacable de la Historia les cobre el silencio escandaloso con que observan
los acontecimientos que se suscitan vertiginosamente a su alrededor?
¡Qué vaina!, ¿no?