Rafael Venegas
Secretario General de Vanguardia Popular
Seamos claros: durante los tiempos del bipartidismo adeco-copeyano existían los doble cedulados, por nuestras fronteras entraban extranjeros a votar, los muertos salían de sus tumbas a ejercer el sufragio, se desviaban los dineros públicos para financiar campañas, se cambiaban planchas de zing y bolsas de comida por lealtades electorales, y se repartían los votos en aquellas mesas donde otros partidos o candidatos no tenían testigos. Pocas cosas han cambiado desde entonces, salvo el nombre de las instituciones, los actores que las controlan, la automatización de los procedimientos, la magnitud de las dádivas y la desfachatez con que se actúa. Ciertamente, el comportamiento del chavismo ha hecho nimias las prácticas fraudulentas heredadas del pasado. Estas, sin embargo, sólo reforzaban las asimetrías existentes y daban más ventaja a los que de antemano la tenían, porque la verdad es que la razón principal por la que durante 40 años AD y COPEI gobernaron el país es porque eran mayoría nacional. Hasta que el 27F hizo evidente que las cosas habían cambiado radicalmente. Aquel estallido social desnudó el agotamiento del Status quo: liderazgos, instituciones y partidos perdieron legitimidad; se hizo patente la tremenda crisis general del país; y el reclamo de cambios se tradujo en conciencia nacional.
El vacío político creado comenzó a ser llenado primero por algunos liderazgos regionales (Andrés Velásquez, Lolita Aniyar, Carlos Tablante), más tarde por un resurrecto Caldera y finalmente por el embaucador que nos gobierna. Entre la irrupción de la crisis y su desenlace político medió una década, cargada de conflictividad social, inestabilidad política y asonadas militares. La protesta popular y la demanda de cambio se hicieron fuerza social y política, y la naturaleza de la crisis delineó su propio programa alternativo: no más corrupción, verdadera democratización, rescate de la soberanía y una política económico-social tendente a reducir sustancialmente la pobreza y la exclusión. Así las cosas, poco podían hacer las triquiñuelas electorales para detener los cambios. Se había configurado una nueva mayoría cuya fuerza era ya indetenible: o se abrían canales institucionales para que la crisis desenlazara, o el desenlace llegaría por caminos violentos.
La conclusión es obvia: el chavismo ha ido perdiendo legitimidad y vocación transformadora, para revelarse como una peligrosa camarilla cívico-militar corrompida y arbitraria. Pero para derrotarlo necesitamos consolidar una nueva mayoría nacional, dotada de un programa de claro contenido democrático y profundo aliento social, conducida por un liderazgo sin rabo de paja y con credibilidad. Si hacemos esto, de nada servirá el sistema fraudulento construido al amparo de la mayoría oficialista del CNE. El dilema será entonces el mismo: o se abren las compuertas para que los cambios drenen por cauces electorales y pacíficos, o las fuerzas transformadoras derribarán los diques que intenten contenerla.
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